LA CULTURA DEL EMPRENDIMIENTO Y EL ARTE


A propósito de la discusión que abanderan los estudiantes universitarios a través de la Mesa Amplia Nacional Estudiantil - MANE, sobre la naturaleza de la educación y en función de qué debe estar su razón de ser, nos permitimos publicar una carta enviada por el Decano de Facultad de Artes Integradas de la Universidad del Valle al Consejo Académico de la misma.

Se publica con previa autorización.

Apreciados colegas del Consejo Académico:

Lejos me encuentro de considerar como un episodio intrascendente y acabado la corta discusión presentada en el Consejo Académico del miércoles* pasado acerca del espíritu emprendedor que, se espera, infundamos en la formación académica de nuestros estudiantes. No me refiero, por supuesto al concepto de emprendedor como persona de iniciativa sino como persona que busca hacer empresa –dos ideas bien distintas--. Puesto que a mi juicio es un asunto capital en los principios de la Universidad que bien podríamos llamar “filosóficos”, insisto con esta nota aunque sólo sea, vista la clarísima minoría en que evidentemente me encuentro y la sacralización indiscutible de la idea del soplo divino empresarial (puede ser un anatema ponerla en entredicho), para tranquilidad de mi consciencia. Además, recurro a la escritura pues, como le sucede a Haruki Murakami, el novelista japonés, sólo escribiendo puedo pensar plenamente.

Hasta esa reunión del Consejo Académico, yo había estado convencido, despistado habitante de las nubes, que, el menos en lo que a mi Facultad se refiere, me encontraba coadyuvando en la formación de músicos, actores, comunicadores sociales, arquitectos, etc. y no músicos (actores, etc.) con espíritu empresarial (podría extender mi ironía tratando de imaginar cómo podrían ser las curiosas empresas creadas por los filósofos, los matemáticos, los licenciados en literatura: la sola enunciación contiene ya rasgos de ridiculización). Pero parece que tal es el eco ineluctable del thatcherismo febril: ante la evidente destrucción del empleo por parte de la gran industria y los sectores de servicios (evocada acertadamente por el profesor Mosquera) y la desresponsabilización del Estado de sus obligaciones sociales (basta ver la política a ultranza de renuncia a lo público –los parques nacionales, el transporte, los andenes, la salud, el petróleo y los recursos minerales, la educación…), la política de creación de empleo queda en manos de las iniciativas de los ciudadanos. Allá ellos, que se defiendan como puedan (gozan de las garantías que otorga ese gran juez imparcial que es el mercado, que todo lo regula, que pone las cosas en su verdadero sitio, y ante el cual nos debemos inclinar reverencialmente), ojalá con la ilusión, alimentada por las instituciones que generan credibilidad como esos centros de pensamiento que son las universidades, de que en semejante entorno tan hostil, cada cual es dueño y capaz de trazarse su exitosa ruta empresarial. Como dice el adagio, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Mientras tanto, la gran empresa, las grandes industrias, los poseedores del    gran capital se frotan las manos financieras ante el gran ahorro que esto representa y que, por añadidura, le ofrece en lustrosa bandeja de plata una espléndida reserva de profesionales competentes en estado de desempleo (y de indefensión) para vincularlos por mezquinos períodos improrrogables de 6 meses… cuando hay oferta de trabajo.  

No faltará quien proponga, como ejemplo en contrario, que nos miremos en el espejo ejemplar de ese joven emprendedor que, apenas, con 20 años de edad, un fresco título de ingeniero y una dote de 10.000 miserables pesitos, se ha convertido, 55 años después, en el hombre de mayor riqueza en Colombia, dueño de medio país (y pronto, a esa cadencia, del país entero), ubicado en el lugar 64 del ranking de las grandes fortunas del infinito universo. O, ejemplo todavía más persuasivo, el de ese joven de apellido Zuckenberg , creador y propietario de Facebook, que acaba de cumplir 27 añitos y ya posee una fortuna de 27.000 millones de dólares (¡1.000 millones de dólares por año de edad!: ¿cuál sería nuestra fortuna –la nuestra, los miembros del Consejo Académico—a una edad en la que algunos, no pocos, ya vemos las sombras crepusculares de la edad amenazantes en el horizonte,  si en lugar de habernos comprometido en un proyecto de vida académico nos hubiéramos dedicado --¡Qué mal cálculo!—al cultivo del espíritu empresarial a razón de 1.000 millones de dólares por año? Enloqueceríamos de sólo pensarlo). Lo que deliberadamente ignora esa ilusión es que al lado de los sarmientoangulos y zuckenbergs que florecen exóticamente aquí o allá, millones de empresarios de semáforo o de garaje o de habitación cedida por padres comprensivos o resignados o de 4 metros cuadrados cedidos por un amigo bondadoso y solidario no tienen ni siquiera la ilusión de caerse muertos: serán inmortales emprendedores miserables y quebrados.

Quienes defienden la idea del cultivo del espíritu empresarial como una estrategia pedagógica compartida, alternada o mezclada con la formación académica deberían tener presente que se trata, a mi entender, de una perversión que podría ser explicada por lo que Pierre Bourdieu llama “la violencia simbólica” (que permite mantener el orden simbólico establecido, dice Bourdieu: dato importantísimo): las víctimas apoyan las medidas que toman los victimarios en su contra (en contra de las víctimas, se entiende). La Boétie hablaba también de “la servidumbre voluntaria”. El neoliberalismo ultramontano, que ha generado este gigantesco resquebrajamiento mundial con el apoyo cínico e inhumano de los gobiernos de las grandes potencias, suprime el empleo para su propio beneficio y nos exige asumir, a nosotros, los inermes ciudadanos, la responsabilidad de su renacimiento. Y todos celebramos cogidos de la mano, muy contentos, que descarguen en nuestras espaldas la responsabilidad que socialmente a otros les corresponde. De todas las reacciones contra lo dicho por mí en la reunión del miércoles, me llamó poderosísimamente la atención la de mi buen amigo Adolfo Álvarez, quien exclamó, como quien proclama una evidencia catedralicia, palabras más, palabras menos, que si los egresados no construían sus propias empresas, de qué iban a vivir. Está claro (para él, por supuesto): la creación del empleo es un asunto de cada cual. Y la de mi colega, el representante profesoral Mosquera, quien al final, por fuera de la solemnidad de la reunión, me invitaba, a manera de ejemplo, a convencer a los músicos para que crearan empresas de música. Ese trino ya lo he escuchado en muchas partes: ¡pobres músicos, con lo difícil que es tocar bien o, peor, componer bien, para que encima los encarguen de llevar un libro de contabilidad de 12 columnas o de negociar contratos de presentación en las casetas de la Feria de Cali con feroces empresarios en cuyos pentagramas la única nota conocida es el signo de pesos!

También deberían pensar los mentores de esta idea del emprendimiento lo ocurrido el año pasado en muchos países de Europa y en los Estados Unidos, en los que miles y miles de jóvenes, agrupados bajo el nombre de “Indignados”, reclamaban el derecho al empleo. No tengo conocimiento de que algún funcionario gubernamental haya  cometido el error de espetarles que en lugar de reclamar el derecho al empleo trataran de crearlo: lo sacrificarían en el altar de las urnas siguientes.  Stéphane Kessel, el venerable anciano en el origen de estos movimientos con su opúsculo Indignez-vous, les recomendaba a los jóvenes, desde la altura vertiginosa de sus 93 años, que, así como los de su generación habían encontrado razones para indignarse y habían creado de esa forma un nuevo orden mundial, los jóvenes de estos primeros años del siglo XXI debían a su turno encontrar razones para indignarse pues lo que estaba ocurriendo era insostenible (moral, económica, razonablemente). Las encontraron a la vuelta de la esquina: la desatención del Estado, el desempleo. Nadie debería aceptar que los garantes del empleo –de sostenerlo, de acrecentarlo-- abdiquen de esa obligación, y menos que subrepticiamente trasladen la responsabilidad a los ciudadanos, y aún menos que se legitime tal valor ideológico. La calidad del empleo (estabilidad, remuneración justa, entre otros) es el ancla que estabiliza la vida de cada cual, y es en los jóvenes en los que, de manera más dramática, se encarniza lo contrario: o inexistencia o precariedad. Nadie puede construir un proyecto de vida, ni individualmente, ni como pareja ni, en general, como familia, si no cuenta con las garantías de un empleo de calidad. Con empresas propias que, en su inmensa mayoría, escasamente les da para una subsistencia mínima, o con contraticos esporádicos y leoninos de 6 meses, el futuro de los jóvenes no irá más allá de la casa de los padres. ¡Cuál autonomía, cuál vida propia, cuál futuro!

Ahora bien, lo que yo trato de acreditar es que la misma política que ha acabado el empleo en Europa (¡22% de desempleo en España, con un porcentaje relativo mucho mayor entre la juventud!) es la misma que aquí, en Colombia, endosa a los jóvenes la carga de su creación. Recordemos las políticas de flexibilización del empleo promulgadas por Uribe en el primer período de su imperio deseado eterno: ¡Adiós horas extras, nocturnas, dominicales, bienvenida la precariedad, bienvenida la inseguridad laboral! El resultado salta a la vista allá: crisis desestructurantes en Irlanda, Grecia, Portugal, España, de las que algunos países saldrán maltrechos o acabados; desestabilización de países tradicionalmente fuertes (Francia, Italia); reducción de la calificación de las economías; estallidos sociales por doquier; dudas sobre la viabilidad del proyecto político, cultural y económico común. Y acá, ni hablemos: sólo sombras, como en la caverna de Platón.

En resumen, mi resistencia a aceptar la política de inculcar un espíritu empresarial en los jóvenes universitarios (con excepción, muy probablemente, de programas en la Facultad de Administración, a la que le correspondería en derecho porque es, en parte, su objeto) se basa, grosso modo, en dos razones. La primera consiste en que la introducción de esta dimensión en el trabajo formativo académico distorsiona la naturaleza de la enseñanza: si quiero formar buenos comunicadores sociales debo darles herramientas pertinentes para que sean buenos profesionales en comunicación social, (y) no (darles) instrumentos para que hagan aquello (ajeno, extraño) que no contribuye a la cualificación de los principios de la comunicación social. En tal sentido, las estrategias de emprendimiento son una prótesis indebida en el cuerpo conceptual de la disciplina. Son, en rigor, un cuerpo extraño, un tercer ojo (de vidrio, por añadidura). No son otra disciplina con la cual se tiendan vínculos de enriquecimiento mutuo. La segunda razón es de orden más general: al promover este tipo de concepciones sobre la formación universitaria, la Universidad del Valle legitima una política mal nacida cuyos efectos desastrosos en el contexto internacional son cada vez más notorios, frecuentes y crecientes. En lugar de promover esta política, la Universidad debería, en un primer momento por motivos éticos pero luego también en cumplimiento de sus fines institucionales, identificar el problema,  sus orígenes y repercusiones, confrontarlos, debatirlos, y no obedecer sin cuestionamientos a interpretaciones sesgadas (hábilmente, es verdad) que nos confieren un papel de gendarmes ciegos de los intereses del gran poder. Es, casi con seguridad, lo que diría Bourdieu.

Pido finalmente que se me permita leer este texto durante la aprobación del acta en la sesión próxima y que adicionalmente quede como una constancia en ella. Por lo demás, si se considera que este es un asunto digno de debate, aceptaría preferiblemente que fuera público (¡Ah, el ágora de nuestros ancestros griegos!) recuperando así una vieja tradición de la Universidad del Valle, la verdad hoy en día más bien desaparecida (la tradición, se entiende).

De ustedes, con respeto,

Hernán Toro
Decano
Facultad de Artes Integradas
Cali, 22 de marzo de 2012

* Miércoles 14 de marzo de 2012.

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